miércoles, 12 de febrero de 2014

Programación: 1985. Los Mensajeros del Jazz


Diseño cartel: García Jiménez

El Cine Carlos III estuvo libre aquellos tres días de noviembre, por lo que la aventura del año anterior, idas y venidas,  quedó definitivamente destinada al recuerdo. Lo que ocurrió en esa edición fue que aunque el listón había quedado muy alto en 1984 el encuentro anual de jazz se había convertido ya en algo incuestionable; además, los organizadores, la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Albacete y yo mismo, estábamos de subidón. No había marcha atrás.
Aún así, los recortes, los malditos y jodidos recortes de toda la vida, me habían dejado con los mismos tres millones de pesetas con que empezamos en 1980 y con los que tendría que negociar cada año hasta que en 1990 no es que llegara otro recorte, llegó el navajazo final (“Al jazz siempre vais los mismos”). Desde Madrid tampoco ayudaban mucho, por lo que tuve que prescindir de un día de concierto si queríamos ver en Albacete a Art Blakey con sus renovados Jazz Messengers. Entendí que traer al veterano batería sería una ocasión única de verle y, porqué no decirlo, cuando ya estaba en sus últimos manoteos de baquetas: “¡Su última actuación fue en Albacete, una pequeña capital del sureste español!, dirían las revistas especializadas. Afortunadamente para el mundo, y no es la primera vez que me ha pasado, me equivoqué en mis previsiones vitales y Blakey duró otros cinco años más, eso sí, con los fogones a medio gas, las puertas del cielo abiertas de par en par y los conserjes esperándole en la entrada con traje de gala.

Art Blakey
Art Blakey. Nada menos. Un tipo que había tocado con Thelonious Monk, Charlie Parker, Miles Davis, cada uno en sus mejores momentos, crecidos, abanderando la revolución bop y un tipo que se había encerrado en Newport, 1964, con otros tres baterías históricos, Max Roach, Elvin Jones y Buddy Rich ofreciendo el concierto del siglo en lo que se refiere a tambores. Un tipo que había fundado la mítica corporación Jazz Messengers, junto a Horace Silver, como una escuela de jazz, como un impecable y ejemplar liceo donde se aplicara el método definitivo para lograr la perpetuidad, como ocurrió en los casos de Freddie Hubbard, Wayne Shorter, Lee Morgan o Wynton Marsalis. Los sellos discográficos Blue Note, Impulse, Prestige... fueron su campo de operaciones habitual. Un tipo que, en definitiva, representaba a la porción reservada a la novia en el mejor trozo de la gran tarta del jazz. Eso significó para muchos la visita del gran batería Art Blakey.

T.Blanchard y los Jazz Messengers en 1985
Así que aquí le tuvimos. Con sus Jazz Messengers, claro, con sus cinco pipiolos académicos destinados a serlo todo en el jazz: Terence Blachard a la trompeta, Donald Harrison al saxo alto, Jean Toussaint al tenor, Mulgrew Miller al piano y Lonnie Plaxico al contrabajo. Y el Carlos III a tope. Una noche de noviembre, la del martes 5, de 1985. Una noche fría, con el músico algo tocado por los rigores del clima y con cierto malestar intestinal. Salió al escenario con una gabardina que solo se quitó para tocar la batería, para utilizar su increíble y eterno redoble de tambor, aquel tenue susurro que crecía hasta adquirir proporciones abrumadoras, aquel runrun imparable que disparaba a su escolania de futuras estrellas. Blakey tenía dos discos en marcha aquel año, Blue Night y On the New Tradition y otros cuantos entre colaboraciones y directos. Prolífico hasta la extenuación, yo no se cuantos albumes editó en vida, pero fue una maquina constante de fabricar grabaciones. Para contentar al personal, más que otra cosa, nos regaló un largo solo de batería que todos aplaudimos agradeciéndole el esfuerzo y la profesionalidad. Esa noche, junto a él, hubo otro protagonista, la figura discreta de Terence Blanchard, un jovencito con cara de empollón que dio una soberbia lección de be-bop y que dejó a todos asombrados. Blanchard había sustituido en la banda a Wynton Marsalis quien ya podía volar en solitario y posteriormente con sus colegas de aquella noche, Donald Harrison y Mulgrew Miller conseguiría el status que hoy tiene de figurón, ganando grammys y sonorizando varias películas de Spike Lee. Aquella noche el jazz llovió a cantaros.

La cuota nacional que ya tocaba la ocupó el guitarrista valenciano Carlos Gonzálvez, considerado esos días el número uno de España. Gonzálvez había tocado hasta entonces con todo lo mejor que se movía en el país, incluidos los residentes foráneos: Montoliú, claro, Pedro Iturralde, Horacio Fumero, Jorge Pardo, Jean Luc Vallet, Peer Wyboris, Lou Bennet, Buddy Tate, David Schnitter, etc. Al Cine Carlos III llegó con Fabio Miano de pianista, Salvador Faus de contrabajo, Paco Aranda de batería y la cantante de color Marti Mabim, algunos de ellos habituales durante mucho tiempo en las fregadas noches del Café Nido de Arte. Tradicionalista de la mejor escuela (pongamos un cincuenta por ciento de Wes Montgomery y otro de Jim Hall) ofreció un concierto exquisito que sirvió para presentar en sociedad a los acompañantes que veríamos tantas veces después en Albacete. Gonzávez es de los que no tocan, limpian la guitarra y en aquel momento fue de los que sirvió para indicarnos que España estaba sacando los codos para posicionarse en un lugar preferente en el jazz.

El jueves 7 de noviembre llegó otra vez el blues. También tocaba ya, después de la impresionante noche del Capitol dos años antes con Magic Slim. El encuentro esta vez fue con Johnny Copeland, un sureño del 38 criado a las faldas de Big Mama Thorntorn y de Sonny Boy Williamson a quien acompañó muchos años a la guitarra. Su estilo era tejano y vivió durante mucho tiempo con un latiguillo que sobre él dictó otro de los clásicos, Lightnin´Hopkins: “...Johnny puede cantar el blues tan bien como cualquiera de nosotros..., con ese bonito sonido de Texas” había dicho el bluesman. Copeland estuvo asistido por Yuses Iaucey a la trompeta , Bert Mugowan al saxo tenor (eso es blues), Kewwy Vangec al piano, Michael Merritt al bajo y Tumod Duwhite a la batería, todos como el betún. Clásico y esplendoroso, su concierto fue como una tormenta de feeling y blues del norte, de Chicago, de los que te acercan a figuras como Muddy Waters o, mejor, B.B. King. Poderoso, de esos que te hacen terminar un festival con la sonrisa y el ritmo metido en el cuerpo.
Gran tipo, simpático y cercano...y americano hasta las cejas. Cenamos en un sumidero de hamburguesas donde descubrió, puedo pensar que para el resto de su vida, la tortilla española. No tenía ni idea a qué podría saber aquello hasta que le convencí de que era una de nuestras señas de identidad gastronómica (dadas las circunstancias) y acabó comiéndose una tortilla entera, el solito, perdón: guardó un trozo envuelto en una servilleta de papel en un bolsillo de su chaqueta por si la noche se alargaba (entre grandes carcajadas). Unos años después, le vi anunciado con gran parafernalia en el Lone Star de Nueva York y estuve a punto de llevarle una tortilla para recordar tiempos.

Con Art Blakey. Camerinos Carlos III. 1985


Art Blakey murió en Nueva York, el 16 de octubre de 1990.
Johnny Copeland murió el 3 de julio de 1997

No hay comentarios:

Publicar un comentario